martes, junio 14, 2005

Historias

Rosa Montero investigó sobre dieciocho grandes idilios y Punto de Lectura los editó. El libro se llama Pasiones y yo lo leí para el tan mentado número especial de sexo.
Cortés y la Malinche, Moldigliani y Jeanne Hébuterne, Dashiell Hammett y Lillian Hellman, Oscar Wilde y Lord Alfred Douglas, Lewis Carroll y Alice Lidell, John y Yoko, Los Borgia, Rimbaud y Verlaine.
Está visto que en lo individual uno puede ser un genio, pero en cuestiones amatorias siempre se es un idiota.
Aquí transcribo la historia final, la que más me asustó:
La historia más fascinante y emblemática es la de la marquesa Du Chatelet, Émilie, famosa filósofa y escritora francesa del siglo XVIII y amante de Voltaire durante quince años. Hija de un barón, Émilie se casó a los diecinueve años con el marqués Du Chatelet en una boda de conveniencia, como por entonces se estilaba.
Había sido una niña prodigio con una fulgurante mente matemática; estudió griego, latín, geometría, física. Alta y delgada, con los ojos verdes, amante de los perifollos y las ropas bonitas, no era una belleza, pero debía de resultar muy atractiva...
A los dos o tres años de su boda, su marido y ella comenzaron a vivir cada uno por su lado: un arreglo cordial muy del siglo XVIII. Ella se enamoró de un bello duque y se intentó sucidar por él con una sobredosis de opio: siempre fue una mujer que jugó fuerte. A los veintiocho años, repuesta de aquel dolor, comenzó sus relaciones con Voltaire, que por entonces era ya un escritor famoso. Voltaire tenía treinta y ocho años y era un tipo esquelético de ojos chispeantes y expresión de sátiro, un librepensador conflictivo por su constante lucha contra la opresión y la injusticia, un hombre con ciertos problemas de impotencia sexual (lo confesó él mismo) pero arrebatador por su inteligencia. Émilie, que tuvo que soportar todo el desprecio que la mujer sabia provocaba en la época (Luis XV la llamaba desdeñosamente la Virago), encontró en Voltaire un absoluto respeto intelecual.
Durante diez años vivieron juntos en el castillo de Cirey, propiedad de Émilie, estudiando, trabajando, escribiendo codo con codo sus respectivas obras (la marquesa fue traductora y divulgadora de Newton en Europa). Esos años en Cirey fueron un regalo de la existencia.
Luego, claro, las cosas decayeron, como siempre sucede.
Voltaire no dejó de quererla, pero sí de amarla; y sus problemas sexuales aumentaron. La marquesa tuvo que aceptar, en una lenta agonía que duró varios años, el progresivo enfriamiento de él. Al cabo, cuando consiguió digerir el fin de la pasión, Emilié escribió su obra fundamental, el Discurso sobre la felicidad, un bello y sabio texto sobre el amor y el desamor; y sobre la necesidad de mantenerte sereno y centrado en ti mismo para ser feliz.
No se sabe muy bien cuándo escribió Émilie su Discurso (¿tal vez en 1747?), pero muy poco después de haber demostrado toda esa sensatez y ese equilibrio, la marquesa lo arrojó todo por la borda enamorándose perdidamente de un imbécil, Saint-Lambert, un poeta mediocre, guapo y veinteañero. Todo empezó de nuevo para la marquesa, que por entonces tenía cuarenta y un años: la enajenación amorosa, la debilidad y el paroxismo.
Y así, la lúcida Émilie empezó a comportarse como una boba, porque el enamorado siempre ofrece a su amante, en la pasión, el sacrificio de su propia inteligencia. Sin embargo, este cataclismo duró poco: Émilie, embarazada de Saint-Lambert, dio a luz en septiembre de 1749 y murió seis días después de fiebres puerperales. Tenía cuarenta y dos años; a su entierro acudieron, unidos por el dolor, el desconsolado Voltaire, el frívolo Saint-Lambert y el afable marido de la marquesa.
"No puedo creer que haya nacido para ser desdichada", dijo Émilie. El mundo ya no era un valle de lágrimas, y, en la búsqueda privada de la felicidad, la pasión amorosa adquirió un papel preponderante. Sin embargo ¿no sostienen diversas teorías, desde el estoicismo al budismo, que, para soslayar el sufrimiento de la vida, el ser humano debe reducir al mínimo sus aspiraciones? Si no esperas nada, si no deseas nada, no hay frustración.
A la luz de este razonamiento desolador pero sensato, me pregunto si, al descubrir en el siglo XVIII el moderno concepto de felicidad y de la pasión, los humanos no descubrimos también nuestra mayor desgracia.