sábado, octubre 23, 2004

rolisima

Grande grande Sonic Youth. Todo el concierto está construído en una sóla canción. El hombre con el que voy respira en mi nuca, me roza las nalgas, se deja empujar por otros. ¿No tienes calor?, me pregunta, sabiendo que puedo responderle al menos de tres formas. Se ríe porque le hago notar las piernas de Kim Gordon. Kill Your Idols, gritamos los dos. Estoy enamorado, estoy enamorado de ese vestido, me dice el muy gay. En un intercambio morboso de identidades sexuales le confieso que yo también estoy enamorada de esa güera y del guitarrista, que en ese momento recuerdo que nunca me pude aprender su nombre. Ruido, ruido, todo es música. El pequeñito de la otra guitarra está ahora tocando con la caja de distorsión, el lugar se convierte todo en esa caja llena de gritos que responden a los que hace la banda. ¡Qué banda! El chaparrito se acaba de subir a la bocina y el de la batería le ha dado la espalda al público para tocar sus percusiones sentado en el suelo. Parece un niño armando un juguete. Ahí están, ahí están los de a devis. Saben a lo que sabe una rama de verdadera vainilla cuando la masticas, cuando te das cuenta de que los jarabes que has saboreado toda tu vida en realidad no saben a vainilla sino a jarabe.
Y el hombre detrás mío está a punto de tocarme pero se detiene porque la distorsión lo atrapó, como lo atrapa el tiempo todos los días de su vida.
Las chelas están tibias, las pantorrillas duelen de saltos cortitos a medio escalón para no golpear a los demás, el cigarro no es necesario aunque lo prendo y los tipos de seguridad tampoco lo son, aunque ahí siguen parados.
Ante una banda tan elitista, la paradoja es que todos pagamos lo mismo. Ningún cadenero me puede negar el paso, ningún tipo me puede mirar con ironía.
Somos yo y el hombre atrapado que muertos de risa por el gusto de morirnos de risa nos vamos juntos hacia otra canción, una menos intensa, que acabaremos olvidando mañana al despertar.